Hombres que se ubican en zonas
turísticas cuentan cómo se benefician de quienes visitan la República
Dominicana buscando sol, playa y satisfacción sexual
Tiene
19 años y recibe dinero mensual de tres extranjeras. Una le puede
enviar 150 dólares, otra 100 euros. A.B. era menor de edad cuando
comenzó a relacionarse sexualmente con turistas en la playa de Boca
Chica.
Es
domingo, el cielo tiene pocas nubes y el clima es cálido. A.B. se
sienta al lado de una mujer que se broncea recostada y la corteja. No le
importa que una “novia” rusa esté en trámites de llevarlo a su país. Él
es todo un sankipanki.
—Eso
es lo que hacemos: conocer amistades, tratarlas, brindarles un buen
servicio, para que cuando se vayan, por lo menos se acuerden de uno—
dice el joven moreno, de pelo trenzado, que oculta sus ojos en unas
gafas oscuras.
Sus
palabras son una descripción simple de un sankipanki. El Diccionario
del español dominicano lo define más crudo: Hombre que se dedica a la
prostitución en las zonas turísticas. Este individuo se relaciona con
personas de cualquier sexo, pero en su mayoría mujeres.
—¿Te ofendes si te dicen sankipanki?— se le pregunta.
—No,
digo yo soy, porque muchos quisieran estar en el lugar que un
sankipanki está, porque no todo el mundo tiene el lujo de decir: vamos a
hospedarnos en este hotel hoy.
Boca
Chica es un popular destino, ubicado a más de 37 kilómetros de Santo
Domingo. Junto con Juan Dolio tiene una tasa de ocupación promedio anual
de establecimientos turísticos de 69, según registra una base de datos
del Banco Central. En temporada alta, ha superado los 91, llegando a
equipararse con Bávaro-Punta Cana y La Romana-Bayahibe.
En
la playa donde A.B. pasa el día hay más sankipankis, a quienes policías
turísticos vigilan su conducta, aunque el oficio no es tipificado de
ilegal. La ubicación de hoteles en las cercanías les conviene. El
personal los deja estar en las inmediaciones y hospedarse con las
extranjeras, quienes pagan la estadía, cuyo costo, en un hotel cuatro
estrellas, ronda los US$150-US$200 por noche, dependiendo de la
temporada.
Aunque
algunos sankipankis tienen tarifas (por ejemplo, 25 o 50 dólares por
servicio), lo común es que procuren un beneficio más duradero.
Construyen una relación afectivo-económica que puede derivar en un
matrimonio que les permite emigrar y ser emisores de remesas.
La
República Dominicana es un país desigual de 10 millones de habitantes,
de ingreso medio y en vías de desarrollo. Criollos y hombres de
ascendencia haitiana aprovechan que también es uno de los mejores
destinos de vacaciones en el Caribe y que se promocione en algunos foros
-según destaca Unicef- como una plaza para el turismo sexual. Solo el
año pasado llegaron por la vía aérea 5,134,110 extranjeros no
residentes, siendo 6.23 % más que el anterior, según cifras oficiales.
Estadounidenses,
canadienses, franceses, rusos, alemanes, ingleses, españoles,
argentinos y brasileños, son de los que más visitan el país. El 50.4 %
de los turistas que llegaron en 2016 era femenino. El gasto por día de
cada uno en ese año promedió US$130.66.
Joel
Santos, quien preside la Asociación Nacional de Hoteles y Restaurantes
(Asonahores), identifica al grueso de esos visitantes como practicantes
de un turismo familiar y considera minoritario el impacto de los
sankipankis. Afirma que los hoteles establecen controles, junto con las
autoridades, para evitar que proliferen, aunque ve difícil su
erradicación. Es cuestión de demanda.
Así,
se han identificado sankipankis empleados de hoteles ligados a la
animación. Bailan bien, son simpáticos, son mulatos, saben dar
masajes… y convencer.
Soñó con las Grandes Ligas y terminó como sankipanki
Cuando
C.D. tenía 17 años lo iban a firmar para ser pelotero de Grandes Ligas.
La falta de documentos lo impidió. No siguió la escuela; prefirió ser
entrenador y a los 22, con una figura atlética, comenzó a ir a la playa a
practicar ejercicios. Y ahí empezó a ser sankipanki. Su primera vez fue
con una australiana.
Para
la década de 1970, cuando hubo un auge del turismo en la norteña Puerto
Plata, los sankipankis comenzaron a proliferar. El cineasta José
Enrique Pintor buscó explicar las complejidades de este personaje en la
película Sanky Panky.
Se
dice que sankipanki es una derivación del inglés hanky-panky. Madonna
utilizó el término en una canción de su álbum I’m breathless (1990). Se
refiere a un comportamiento inaceptable o deshonesto, especialmente
relacionado con la actividad sexual o el dinero. Cuántos hay en el país,
es incierto, pero son menos que las trabajadoras sexuales, que superan
las 50 mil, según estima el Centro de Orientación e Investigación
Integral (COIN).
C.D.
divide a los sankipankis en dos niveles: los altos, que no salen con
cualquiera, y bajos, que consumen drogas, alcohol y tienen sexo con
“mujeres viejas, gordas y hombres”.
Santo
Rosario, director del COIN, una entidad que trabaja con la prevención y
salud en grupos marginados, indica que a veces el turista es quien trae
la droga o el sankipanki le facilita dónde conseguirla.
—El
consumo de drogas y alcohol es un elemento explosivo frente a las
enfermedades de transmisión sexual. El trabajo sexual existe porque hay
una demanda, no es porque aquí acosan a los turistas— dice Rosario.
Con
el dinero que C.D. consigue, contribuye al modesto hogar que comparte
con su madre Florangel Ortiz. Él cree que si hubiese crecido con su
padre, su carrera como pelotero no se hubiese tronchado y no fuese
sankipanki.
—Da
vergüenza, pero a veces te dicen sankipanki y dices que no eres
sankipanki porque tú no haces lo que hacen los otros, soy diferente
porque no juego con droga, no salgo con todas las mujeres y no juego con
hombres— comenta.
En su casa, la madre de C.D. confiesa:
—Siempre
he estado preocupada por mi hijo. Soy padre y madre. Mi hijo un día se
encontró con un sankipanki y pelearon—. Recuerda que ese día C.D. iba a
salir con una sueca, de 32 años y estudiante de medicina, y se libró de
no ser apresado por la trifulca. Está satisfecha con la solución del
problema porque la extranjera se enamoró de él. En febrero pasado se
casaron y comenzó el proceso para llevarse a Europa a su esposo de 25
años.
“Nada más con ver a un negro con una blanca bonita...”
Juan
Inocrecio desciende de haitianos. Tiene 27 años y dos oficios: alquilar
botes y ser sankipanki itinerante (a veces en Bávaro o en Boca Chica).
Ha tenido ofertas de hombres para participar en tríos; asegura que las
ha rechazado.
—Costarricense,
rusa, estadounidense, alemana...— dice repasando su historial de
parejas. Hace un tiempo una “gringa” le enviaba dólares.
—Uno
no les muestra el interés de que quieres dinero, aunque lo estés
necesitando. Nada más con ver a un negro con una blanca bonita, de pelo
suave, caminando por ahí, todo el mundo te ve en la calle y dice: ¡Wao,
el moreno mangó! Brillas por ese momento, te sientes bien— dice
Con
seis años como sankipanki, Inocrecio a veces se desanima. —Aparecen
personas que no te quieren a ti solo, los quieren a todos—. Ha tenido
enfrentamientos con la policía, le han reclamado paternidad y está
expuesto a enfermedades de transmisión sexual; se ha valido de pruebas
para estar seguro.
Aunque
se les orienta con programas del COIN y gubernamentales, Rosario
observa que en las primeras relaciones sexuales interviene el
preservativo, pero después pasan a la confianza afectiva y el condón se
deja de lado.
—Algunos
turistas se someten a prueba y el sankipanki también, y crean la falsa
percepción de que mostrándola (la prueba) están libres de cualquier
enfermedad— dice.
Inocrecio
vive en unión libre y su pareja lo cela por sus andanzas. No obstante,
analiza ofertas de una estadounidense y otra alemana para migrar. Les
gusta su piel oscura y talante. —Me falta resolver lo del pasaporte—.
A Samaná para buscar “dinero extra”
Con
16 años viajaba más de 170 kilómetros desde Santo Domingo a Samaná, en
el noreste. Le gustaban las italianas “porque eran las más sueltas”;
francesas, aunque eran difíciles “pues no soltaban el dinero tan fácil”,
y españolas, “porque solo querían sexo sin compromiso”.
Era
universitario y su madre prefería mantenerlo para que estudiara.
—Necesitaba dinero extra y los fines de semana, cuando visitaba Samaná,
me lanzaba a las playas con tres amigos a lo que llamábamos cacería”—
recuerda E.F., un joven delgado, de piel trigueña.
—Uno
prácticamente se prostituía, la clave era enamorarlas— confiesa. Con un
rostro más de niño que de adulto, las sacaba a bailar. —Uno se les reía
mucho, hacía la parte de mono, en pocas palabras, y cuando se daba el
caso, uno se iba para la villa que ella tenía, se ejecutaba el acto
sexual normal; si le gustaba, porque uno le hacía todo tipo de cosas que
pedían, uno se quedaba esa noche—.
Pero
había algo que lo incomodaba. —En ese tiempo llegaban unos barcos con
solo homosexuales a Samaná; ofrecían dinero para tener sexo, solo para
ellos recibir— recuerda. Le tentaba que con hombres podía conseguir más
dinero, pero prefería no ceder. —Algunos amigos lo hacían, luego
disfrutábamos el dinero juntos.
A
los 17 años conoció a una extranjera de 21 con la que quería casarse.
Su madre se opuso; debía esperar a los 18 para ser mayor de edad.
—Cuando los cumplí perdí el contacto con ella—.
—¿Te considerabas un sankipanki?— se le pregunta.
—No, porque el sanki de estos tiempos vive de eso y yo solo disfrutaba de lo que hacía.
Dejó de buscar extranjeras hace 12 años. —Pasé muchos sustos por temor a contraer alguna enfermedad de transmisión sexual—.
Se
graduó como publicista y se casó. A sus 31 años se estrena como padre
de un hijo que si un día toma su camino le recomendaría:
—Que se proteja de las enfermedades, solo eso.
Un sankipanki retirado
En
viejas fotografías se ve a un hombre moreno y delgado, que tiene en su
regazo a una mujer con las piernas descubiertas y él las manos sobre el
pecho femenino. En otras comparte en una discoteca, monta a caballo con
dos jóvenes y va a bordo de un motor con una extranjera.
Son
recuerdos que conserva G.H. de su vida en la norteña Sosúa, Puerto
Plata, a más de 200 kilómetros de Santo Domingo. Él evoca que le
favorecía el turismo de familia, pues llegaban mujeres, inclusive con
sus maridos, y buscaban el servicio de un sankipanki.
—He tenido mujeres de todos los países: americanas, canadienses, alemanas, holandesas, chinas, japonesas...—. Pierde la cuenta.
Tríos,
estar en una casa con múltiples extranjeras, cero compromiso... era su
vida. Ellas también hacían sus jugadas. Una oscura madrugada, una lo
abandonó en un bar. Sin dinero, caminó por cinco kilómetros hasta que un
vehículo lo rescató.
G.H.
no fue a la escuela, aprendió por su cuenta a leer y escribir, y “en la
calle” francés, inglés y un poco de alemán. Cuando comenzó a ser
sankipanki era un veinteañero que vivía con su madre, quien murió sin
saber cómo conseguía las novias.
Como
vendía cervezas en la playa, aprendió a tratar a las turistas.
—Brindábamos los servicios primero, les cogíamos cariño, íbamos a
pasear, les enseñábamos los lugares agradables, que se tomaran fotos. No
cobrábamos, porque el sankipanki no cobra la salida de la mujer; el
sankipanki sale con la mujer, se hace novio de la mujer, entonces vive
de la mujer, hasta que llega un momento en que uno de los dos se cansa—.
Muchos
sankipankis de Sosúa emigraron por las extranjeras. G.H. también lo
hizo para 1989-1990. Tuvo un hijo con una canadiense, se casó y partió a
Canadá, pero a los tres meses decidió marcharse. —Hacía mucho frío en
Quebec— recuerda. Allá dejó a la mujer y su hijo, que tiene 26 años.
Volvió a la calidez de Sosúa, a buscar turistas. Hasta que se cansó.
Ya
tiene 48 años. Ha perdido pelo y ganado peso. Es taxista y lo atrae el
cristianismo. Volvió a ser padre de un niño, de madre dominicana, al que
no piensa contarle su pasado.
—Uno
hacía cosas, pero uno no sabía lo que hacía; uno creía que era bueno,
por falta de experiencia y de una gente adulta aconsejando a uno—
reflexiona. Evocando una sabiduría de alguien maduro, recomienda a los
jóvenes: —Solo tengan una novia—.
(Mariela Mejía-Diario Libre)